martes, 30 de marzo de 2010

LA DUQUESA DE SMIDJUSTIGUR (segunda parte de VAMPIROS)

pero no quiero mundo ni sueño, voz divina, quiero mi libertad, mi amor humano en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera

Federico GARCIA LORCA, Poeta en Nueva York


La relación artística entre Ferderico García Lorca y Salvador Dalí es particularmente interesante. Existe una teoría según la cual cierta iconografía de la obra pictórica de Dalí solo puede descifrarse a partir de anteriores bocetos e ilustraciones de su buen amigo granadino. Muy a su pesar el poeta nunca pudo pintar como Dalí, del mismo modo que este jamás pudo escribir como Lorca. Aunque no parezca importante, esas teorías arrojan luz sobre lo fundamentales que pueden llegar a ser las relaciones humanas a la hora de interpretar una obra.


Sentado en un banco del puente de Brooklyn leía al poeta en mi eReader. La ciudad de Nueva York fue la excusa de Lorca para hablar de si mismo, de su sufrimiento, de sus ansias de libertad y cosas que a mi me interesaban más bien poco. Yo tan solo quería encontrarla. Como Lorca, no había venido a Nueva York a describir la ciudad, y mi objetivo también podía resultar más o menos poético. A ella la conocí hace dos años en Nueva York. Más tarde, tratando de repensar ese encuentro, escribí un relato breve. En aquel entonces quería olvidarla, convertirla en un personaje de ficción. Intenté crear una nueva categoría de vampiro literario basado en la noche, el vicio y la succión de emociones, pero al final quedó en un cuento de vampiros a secas. El resultado dejaba bastante que desear. Lo titulé La Duquesa de Smiðjustígur. Sucedía en la capital de Islandia. Cuando lo terminé se lo enseñé a mi amigo de la compañía telefónica, que me preguntó si el relato estaba basado en una vivencia real. Le respondí dos cosas: Primero, que los vampiros no existen. Dos, que la historia, al igual que el lugar, el encuentro y la chica misma, no eran más que proyecciones de una parte de mi interior, que el relato hablaba más de mi que de ella y que, en el fondo, el personaje de la chica era una composición de varias mujeres, varias experiencias y varios demonios. Hoy se que mentí sobre las dos cosas.


Me topé con el archivo en mi eReader.


La duquesa de Smiðjustígur


A partir de las 10 de la noche, las posiciones en el pub de la calle Smiðjustígur coreografían lo que serán las siguientes ocho horas de juego, seducción y canibalismo. La luz de la luna entra por unas cristaleras, la gente se deja ver los colmillos, y todo el mundo comienza a beber. Ella me dijo que se llamaba Talismán. Yo sabía que no era su verdadero nombre, pero posiblemente fuera el único que ella misma se había adjudicado, por lo menos esa noche. Sería inútil que la describiera ya que con mucha probabilidad ella había elegido sus atributos (zapatos, perfume, tono del cabello y de los ojos, voz...) para que combinaran con el color de la sala y la disposición de la luna. La invité a una copa de vino. La segunda la compartimos. Fingíamos inocencia y timidez, una conversación con rumbo a ninguna parte que ambos sabíamos como iba a acabar. Los dos queríamos mordernos. Me preguntó mi edad. Le dije 24. La acompañé al baño. Dentro me mordió la oreja. Yo llevaba tres días sin comer, así que no pude alimentarla. Creo que mi falso entusiasmo la confundió, denoté en mi ser demasiada humanidad. Eso la ofendió. Quiso salir del baño pero ya era tarde. Le había rajado el cuello con los incisivos. Empezó a reír. Se acercó de nuevo a mi oreja y recitó un pasaje en francés del libreto de Les Troyens de Berlioz. Luego se esfumó por debajo de la puerta. Volví a la sala pero ella ya no estaba. Aunque era pronto y no empezaba a amanecer decidí irme a casa. Ahí me puse el pijama, me arropé con una manta y releí un libro de David Markson en el que el narrador hablaba sobre Berlioz. Al rato advertí que la página 15 tenía una mancha de sangre. Mis dedos aún tenían su rastro. La mancha, que aún a día de hoy existe (porque un libro no puede lavarse), tenía la misma forma de media luna que el contorno que ella, la chica del pub de la calle Smiðjustígur, había dispuesto en sus ojos la noche en que había decidido devolverme la condición humana.


Sin apenas darme cuenta, había estado durante catorce horas sentado en un banco del puente de Brooklyn. Estaba helado. Decidí volver al hotel. André Breton dijo que para que un encuentro tenga lugar solo hacen falta dos personas y una calle. Dejando atrás el puente y llegando al City Hall Park descubrí algo tan sencillo, estúpido y tópico como que si quería encontrarla debía dejar de buscar.


En Nueva York hay dos tipos de personas. Los que, detenidos, intentan mirar fijamente perdiéndose en un caos semiótico y los que caminan mirando al suelo.

Fin de la segunda parte

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