miércoles, 24 de marzo de 2010

VAMPIROS

New York was an inexhaustible space, a labyrinth of endless steps, and no matter how far he walked, no matter how well he came to know its neighborhoods and streets, it always left him with the feeling of being lost. Lost, not only in the city, but within himself as well.

Apagué mi eReader cuando la azafata me indicó que íbamos a tomar tierra. Claramente Paul Auster utiliza la cuadrícula de Manhattan como metáfora del espacio interior de un escritor atormentado por su pasado. Ya había leído anteriormente Ciudad de cristal, y ya había tomado tierra otras veces en Nueva York. Por una parte, ese espíritu nihilista y desesperanzador que rodea a los narradores de Auster me aborrecía, me resultaba, como decirlo, de otra época. Sabía que se trataba de una obra de los 80, y eso estaba muy de moda entonces, pero aún día de hoy esa actitud seguía vigente en sus novelas. Por otra parte, Manhattan no me parecía un lugar ideal para perderse, ni en la calle ni en uno mismo. Hay que disponer, eso si, de un mapa. Oí una vez que Nueva York tiene un alto índice de suicidios de gente extranjera. Compran un billete y van a morir a la Gran Manzana. Muy Auster. Pero ese no era mi caso. No podría serlo de ninguna manera.

Al igual que su protagonista, mi historia comenzó con un número equivocado. Aunque la llamada la hice yo, y nadie contestó. Ni tan solo sonó el tono. Gracias a un amigo que trabaja en la compañía telefónica supe que el número de teléfono ya no correspondía a ningún cliente, que ella lo había dado de baja y que había contratado una nueva tarifa con un operador local de la ciudad de Nueva York. Esa misma noche compré un billete.

Llegué a la ciudad el 8 de Marzo de 2010 con el propósito de evitar lo inevitable, en busca de un atisbo de vida en una ciudad en la que la mayoría de sus huéspedes, los que la manejan me refiero, ya estaban muertos. Nueva York es un bonito lugar para ir a morir, pero algo peligrosa si no se desea. Si por el contrario estas muerto, no lograrás salir jamás de ahí. Subí a un taxi en el JFK. Tomamos la autopista de Long Island y entramos en el Queens Midtown Tunnel en dirección a Manhattan. El taxista era un hombre de origen venezolano que me hablaba en español y me llamaba “amigo”. Pensé en matarle. Luego recordé que los túneles en Nueva York tienen centenares de cámaras de video-vigilancia y policías en las salidas de emergencia, y no quería matar a ningún policía. No era una buena idea. Manhanttan olía a azufre. Esta vez me alojé en el Hilton, que a diferencia de otros lugares en los que había estado en mis visitas anteriores no tenía ratones en la habitación. Dejé las maletas, compré un kebab en la 52th con la Séptima, y empecé mi búsqueda.

La había conocido en el Soho, una tarde de lluvia que estropeó unos zapatos que aún huelen a sudor y humedad. Me dirigí al Smalls, un garito de jazz de la 10th 183W en el que hacen pagar a los turistas. Tocaba un cuarteto de Brooklyn formado por un batería, un saxo, un piano y un contrabajo. Se habían conocido esa misma noche pero se llevaban muy bien. Ella no estaba ahí, y si estaba, no la reconocí. Solía cambiar de forma de una manera demoníaca. A veces era tímida y ni se quitaba el abrigo, otras lucía un vestido rojo y podía seducir a cualquier persona de la sala. Eso siempre me aterrorizó: el modo en el que podía controlar su presencia magnética, una Femme Fatale posmoderna, ausente pero maquiavélica. Allí dónde estuviera siempre era la mujer más bella del local, y eso me incomodaba. Tomé un café en un Starbuck's de Union Square y noté por sus rostros que ella había estado allí. Me estaba acercando. Empezaba a amanecer así que me fui al hotel.

La noche siguiente compré una entrada para un concierto en el Fillmore de Irving Plaza. Sabía que frecuentaba ese lugar, y esa noche actuaba un grupo que ambos conocíamos, no digo que a ella le gustara, pero había el tipo de público cuyas almas le gustaba sorber. Subí al segundo piso para tener una vista general pero la gente parecía disfrutar del evento, lo cual significaba que ella no estaba ahí. Decidí coger el metro hasta Brooklyn y tomar un paseo por el puente. Podía olerla. En los bancos, en la piedra, en los cables, en la madera, en su estilo gótico, en sus 1834 metros de longitud. Alguien había escrito su nombre en un candado y lo había clavado junto a un poste. Una vez de nuevo en Manhattan me di cuenta de que tanto ella como el tormento de mi vida pasada habían construido esa ciudad de las luces que estaba dentro de mi. Ya estaba muerto y jamás saldría de Nueva York. Solo me quedaba una cosa por hacer. Encender de nuevo de eReader. Tal vez allí conseguiría encontrarla.

Final de la primera parte

1 comentario:

Liquem Nuc dijo...

A mi Auster sepre m'ha semblat un optimista...

Se nota que l'has treballat molt aquest text.

Esperarem el segon.

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